14 juillet 2015

La necesidad de las cosas necesarias

Felipe Romero (que escribe en el magnífico blog Taller de Toros) ha tenido la amabilidad de traducir en Español nuestra última entrada.

Ryan McGinley
A menudo es necesario volver a lo básico para tratar de entender un poco. La muerte del toro es el acto fundacional de la corrida de toros, la puesta en escena de la muerte, que se celebra y glorifica. No es un asesinato ordenado por motivos ocultos, venganza, miedo o disfrute, sino una muerte fatal que puede dibujar sus fundamentos en los ritos antiguos y mitológica o más prosaicamente en los imperativos económicos de la ganadería para sacrificio. Una muerte sencilla. El pollo es sacrificado a los 40 días, el pavo a 100 días; el toro entre los 48 y 72 meses. 
Rembrandt
El toro no tiene necesidad de justificar su muerte: ésta se inscribe en su propio “ser-toro” al igual que el torero no tiene que justificar su acto de director de la muerte que forma parte de su “ser-torero” Ningún torero se convierte en matador para vengarse de un toro que le hubiera importunado en un camino en el campo, o por el placer de envainar su espada en el cuerpo de un bovino más allá de todos sus principios morales…
Antoñete
Y después está el día de la corrida, el público, la plaza, el encuentro, el enfrentamiento de dos seres vivos que no tienen ninguna razón para obedecer a su función teórica, pero que están sometidos a los caprichos de los sentimientos, de los estados de ánimo, de las pasiones. La corrida es una sucesión de acontecimientos, de puestas en escena de las relaciones de fuerza que constituyen una dramaturgia, una historia, un desarrollo narrativo. Los actores se distribuyen los papeles, el gentil, el traidor, el bruto, el inocente, el amenazador, la víctima, organizando así una serie de hechos cronológicos en un escenario lógico (el famoso "post hoc, ergo propter hoc” de los latinos “después de esto, luego debido a esto”) cuyo resultado aceptable y aceptado es la muerte del toro. Por tanto es necesario que esta muerte aparezca a los ojos de los espectadores como algo normal, lógico, bienvenido y no como absurda, anormal y repugnante. 
Goya
Es difícil concebir matar como algo que no sea una sentencia a muerte. Si esto aparece como un hecho sin relación con lo anterior, como un acto forzado, infligido a una criatura, sin ninguna justificación moral, esta muerte se convierte en inquietante. En la tauromaquia antigua, la anterior al gran giro que supuso la imposición del peto, esta justificación era superflua: una mirada a los cadáveres de los caballos o el recuerdo de sus entrañas colgando, ponían bien a la vista que había una buena razón para acabar con esta bestia peligrosa. Hoy en día la relación entre el comportamiento del animal y el hecho de darle muerte es más ambigua. O el toro manifestó poco entusiasmo por la batalla, se mostró manso y consideramos que es despreciable por lo que lo condenamos, o el toro se mostró incierto, peligroso, complicado y su muerte será un alivio tanto para el torero como para el público. Pero si el toro pertenece a esta nueva raza de bovinos creados a partir de la selección genética, del uso de programas informáticos, si es la síntesis soñada de animal y carretón que embiste pero no ataca, que permite todas las fantasías creativas de los toreros, que humilla, que tiene clase, recorrido, nobleza etc. (el toro que colabora: es así como se define), resulta que el momento de matarlo provoca molestia. ¿Qué ha hecho mal? Puedes preguntar. No sólo no ha puesto a nadie en peligro sino que se ha comportado del modo que desean todos los toreros permitiendo que hagan alarde de su talento. 
Luis Fernández Noseret
Incluso si el torero, a la manera de un José Tomás, ha creado situaciones peligrosas que el toro no deseaba provocar, la estocada aparecerá justificada. Pero cuando se trata de uno de esos domadores de animales domésticos que conocen tan bien como aplastar la resistencia de estos animales, la muerte del animal pierde su significado. Entonces nuestra preocupación cuando llega la hora de matar, para nosotros habituados a las corridas o aficionados, se vuelca en la buena ejecución de la suerte y en su eficacia, en la promesa del triunfo, olvidándonos (yo al menos) que se trata de matar, de poner fin a la vida de una criatura, lo que no deja de tener cierta seriedad. Los indultos provienen esencialmente de la molestia que provoca una muerte sin motivo a la vista de un público que respondió con razón en nombre de los principios que aficionados y profesionales han dejado fácilmente de lado.

El peligro no es un componente opcional en la corrida. Y aunque no se va a las corridas de toros para ver arrojar a un hombre en ofrenda a los cuernos de la fiera, el gran público, ese que llena las gradas y las bolsas de los profesionales, ese que creó los grandes entusiasmos por los toreros que están en los anales de la tauromaquia, ha entendido y está a la espera de que se cumpla su deseo de temblar de admiración y que no se olvide la naturaleza misma del espectáculo que descansa sobre la presencia en la arena de un hombre frágil y de una fiera salvaje, ésta intentando cornear al primero y el segundo engañando al otro con elegancia.

12 juillet 2015

De la nécessité des choses nécessaires

Ryan McGinley


Il faut, comme souvent, revenir aux éléments de base, pour essayer de comprendre un peu. C’est la mort du toro qui est l’acte fondateur de la corrida, la mort mise en scène, célébrée et glorieuse. Non pas une mise à mort commandée par des arrière-pensées, la vengeance, la peur ou la jouissance, mais une mort fatale qui peut puiser ses fondements dans des rites antiques et mythologiques ou plus prosaïquement dans les impératifs économiques de l’élevage de bétail pour la boucherie. Une mort simple. Le poulet est abattu à 40 jours, la dinde à 100 jours ; le toro, lui, entre 48 et 72 mois.


Rembrandt
Le toro n’a pas besoin de justifier sa mort : elle est inscrite dans son être-toro, tout comme le torero n’a pas à justifier son acte de metteur à mort : elle fait partie de son « être torero ». Aucun torero ne devient matador pour se venger d’un toro qui l’aurait renversé dans un chemin dans la campagne, ou parce que le plaisir d’enfoncer une épée dans un corps de bovin dépasse toutes ses lois morales…


Antoñete
Et puis il y a le jour de la corrida, le public, l’arène, la rencontre, l’affrontement de deux être vivants qui n’ont aucune raison pour obéir à leur fonction théorique, mais qui sont soumis aux aléas des sentiments, des humeurs, des passions. La corrida est une succession d’événements, de mises en situation de rapports de force qui constituent une dramaturgie, une histoire, une diégétique. Les acteurs se distribuent les rôles du gentil, du traitre, de la brute, de l’innocent, du menaçant, de la victime, organisant ainsi une suite d’actes chronologiques en un scénario logique (le fameux « post hoc, ergo propter hoc » des latins : après ceci, donc à cause de ceci) dont l’aboutissement, la conclusion acceptable et acceptée est la mort du toro. Il faut donc que cette mort apparaisse, aux yeux des spectateurs, comme normale, logique, bienvenue, et non saugrenue, anormale et révoltante.


Goya
Il est difficile de concevoir une mise à mort autrement que comme une condamnation à mort. Si celle-ci apparaît comme un fait sans lien avec ce qui précède, comme un acte plaqué, infligé à une créature, sans justification morale, cette mort devient dérangeante. Dans la tauromachie ancienne, celle d’avant le grand virage de l’imposition du caparaçon, cette justification était superflue : un coup d’œil aux cadavres des chevaux ou le souvenir de leurs entrailles pendantes montraient bien qu’on avait raison d’en finir avec cette dangereuse bête. De nos jours, la relation entre le comportement de l’animal et sa mise à mort est plus ambiguë. Ou le toro a manifesté peu d’entrain au combat, s’est révélé manso et nous l’estimons méprisable, donc condamnable ; ou le toro s’est montré retors, dangereux, sournois et sa mort sera un soulagement, pour le torero comme pour le public. Mais s’il appartient à cette nouvelle race de bovins créés à force de sélections génétiques, de programmes informatiques, s’il est cette synthèse rêvée de l’animal et du carreton, qui charge mais n’attaque pas, qui autorise toutes les fantaisies créatrices des toreros, qui humilie, qui a de la classe, du recorrido, de la noblesse etc. (le toro qui collabore : c’est ainsi qu’on le définit), alors le moment de sa mise à mort provoque le malaise. Qu’a-t-il fait de mal ? peut-on demander. Non seulement il n’a mis personne en danger, mais il s’est comporté de la manière que souhaitent tous les toreros et qui leur permet de faire étalage de leur talent.

Luis Fernández Noseret
Encore si le torero, à la manière d’un José Tomás, a su créer les situations dangereuses que le toro ne souhaitait pas provoquer, l’estocade paraîtra justifiée. Mais si l’on a affaire à l’un des dompteurs de fauves domestiques qui savent si bien écraser les pauvres velléités de révoltes de ces animaux, alors, la mort de la bête perd sa signification. Notre préoccupation, lorsqu’arrive la mise à mort, à nous, habitués des corridas ou aficionados, se porte tellement sur la bonne exécution de cette suerte et sur son efficacité, gage des récompenses, que nous en oublions (nous… moi, tout au moins) qu’il s’agit de tuer, d’en finir avec la vie d’une créature, et que cela ne va pas sans quelque gravité. Les indultos proviennent essentiellement de ce malaise que crée une mise à mort sans motif aux yeux d’un public qui réagit, à juste titre, au nom de principes que les passionnés et les professionnels mettent facilement de côté.

La composante « danger » n’est pas facultative dans la corrida. Et même s’il ne va pas aux courses de toros pour voir un homme jeté en offrande aux cornes de la brute, le grand public, celui qui remplit les gradins et les caisses des professionnels, celui qui crée les grands engouements pour les toreros et permet les heures fastes de la tauromachie, l’a bien compris et attend qu’on satisfasse son désir de frisson et d’admirations et qu’on n’oublie pas que la nature même de ce spectacle repose sur la présence en piste d’un homme fragile et d’une bête sauvage, celle-ci essayant d’encorner celui-là et ce dernier bernant l’autre avec élégance.